Las mareas que ahogaron a un gusano, terminaron con su cadáver y lo integraron a sus fuerzas marinas. Disipado en el escondite de algún olvido, se quedó lo que pudo haber permanecido como el amor de todos los amores, la lucha épica de la realidad contra el ideal, el drama de todos los dramas, la palabra que todos los judíos buscan, el enigma más esotérico siendo revelado. Y en ese bosquejo de la ilusión impertinentemente invocada, me encuentro yo, en una playa, disfrutando con mis pies la inducida sensación morbosa al pensar que entre mis dedos pasa aunque sea un poco del baboso cadáver de aquel gusano. Descanso de emocionales, vivo en una especie de vacaciones forzadas. Me acompaña una sombra, la sombra de algún hígado baleado. Una llorona sombra que con su mano intenta alejarme de la playa. Es de luto y de pandemias, es de pasiones nunca aterrizadas, es de frustraciones. Allí, en mi playa, me encuentro yo abrazando mi destino en un atardecer que aparentemente permanece inmóvil.
De la arena dorada y el agua plateada se hacen espejos esporádicos que en la planicie de esa playa muestran figuras de otros yo. Me miro en el espejo semi-metálico que se hace por la lamida del mar en la arena y veo figuras distorsionadas de lo que presuntamente soy. Y me agacho, para fijarme en el detalle, y resulta que la tierra, envidiosa de mi hallazgo, se lleva consigo ese bosquejo de mi.
Volteo al cielo, y es de noche. El eterno atardecer se ha esfumado entre mis ojos y no he visto al sol entrar al mar en su épica lucha por hacer que de nuevo amanezca.
Volteo al cielo, y es de noche. El eterno atardecer se ha esfumado entre mis ojos y no he visto al sol entrar al mar en su épica lucha por hacer que de nuevo amanezca.
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