viernes, 30 de octubre de 2009

El pasillo.


El camino al inframundo era estrecho, con muchas almas y muy lento. Cada paso era una verdadera eternidad. Su longitud no podía ser vislumbrada desde lo alto de los muros, estrechos muros en los que gárgolas inmóviles cuidaban nuestros pasos. En las paredes de dichos muros, de vez en cuando se encontraban antorchas medio encendidas. Otras veces, las paredes rasguñadas señalaban lo terrible de los azotes. El olor a sangre y podredumbre dejaba a los mortales visitantes de ese lugar la incapacidad de reconocer el olor de rosas al de cuerpos en putrefacción. Cuando la luz no alcanzaba para poder saber qué había en frente, se volvía común entre los presentes, la orgía violativa para sofocar un poco, con efímero placer, aquel agobiante instante que se extendía eternamente. Los gritos de violaciones y de placer se mezclaban en ese pasillo, el sudor y la sangre no encontraban diferencia. Todos los allí presentes sabíamos que al final de ese pasillo se encontraba, por fin, la entrada al inframundo.

A lo alto, un cielo rojo con nubes negras se alzaba. Había noche y atardecer, pero nunca día. El sol no era una estrella, sino el carruaje del señor del inframundo, que dia con día recorría todo su territorio para revisar que ninguna alma se escapara. De vez en cuando, por medio de sus demonios y hechiceros, por medio de visiones invitaba a los mortales a ver su el espectáculo de su reinado. Al final, sería ese el hogar de los elegidos para la eternidad que restase.

Y es que entonces, al final de mi visión, me encontré con el príncipe de las tinieblas hablando del futuro de los astros caídos, charlando de los muertos en vida, discutiendo de los enviados del inframundo al mundo de los mortales. Uno de los sirvientes alzo la copa por aquél corrupto y gritó: larga vida a quien se embriaga con el fuego del inframundo!

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